Escrita en 1996 y estrenada en 1997
10 actores
Entré, como muchos, al conocimiento de la obra del escritor y naturalista anglo-argentino William H. Hudson, por «La tierra purpúrea» espléndida novela que quise adaptar para teatro, propósito del que luego desistí.
Tomo al escritor en Londres, adonde emigró a los treinta y tres años, dejando atrás las pampas sudamericanas que amaba y conocía tanto. Lo sitúo en una fría sala victoriana de Tower House, donde vive con su esposa en medio de quebrantos frecuentes de salud y una gran pobreza. Una crisis febril que pasa sin hacer reposo, irá en aumento hasta el amanecer del día siguiente y la pautan la entrada de Emily, la esposa, Morley Roberts, joven poeta, admirador y amigo de Hudson, Sclater, científico ortodoxo que no valora debidamente el trabajo de campo que Hudson realiza. Estas figuras de su entorno inmediato, tuvieron una existencia real, pero sobre ellas, he hecho un trabajo de ficción, atendiendo más a su verdad profunda que a la peripecia histórica.
Un elemento distinto en esta presentación es el grito del pajaro kakuy que Emily intenta explicar por ruido del viento en las viejas cañerías del caserón pero que Hudson siente como sobrenatural. Al retirarse los amigos y la esposa, Hudson, solo, comienza a alucinar con personajes y escenas de su pasado: los caballeros ingleses, extravagantes cazadores del zorro en campos de vacas que llegan a los tiros en medio de las sombras de la sala, buscando a gritos al traidor Hudson que ha tenido la impertinencia de no haber adoptado, todavía, la nacionalidad inglesa y María, la amada, traída por la fiebre y el grito del kakuy que arrecia. El personaje de María tiene rasgos de dos de las mujeres que Richard Lamb , el protagonista de «La tierra purpúrea», amó en su viaje por la Banda Oriental, pero fundamentalmente, encarna el ave agorera que el escritor crea en su notable cuento fantástico de transmutación y muerte, «Marta Riquelme». María viene a buscar a su antiguo amor, cargada de odio; viene a llevarlo a través del océano, transformado en «cenizas….sobre mis alas». El poeta, seducido al principio, descubre pronto que María es ahora encarnación de su culpa pero también de la muerte con la que ha convivido, si cabe, desde su enfermiza niñez. Es entonces, cuando su corazón empieza a flaquear y él cae al suelo sin conocimiento, que aparece la Madre. Ella reanimará a William con un brebaje que las comadres criollas, con las que conversaba en su pago de adopción y sigue conversando bajo tierra, le han enseñado. Ella guiará al hijo en el rito de la completa recuperación de la memoria perdida, única forma de asegurarse una vida de creatividad plena.
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